Ay de mi
escarnecida ¿Por qué, por los dioses paternos, no esperas a mi muerte y aun en vida me insultas? Ay patria, ay
opulentos varones de mi patria. También a vosotros con todo, os tomo como
testigos de cómo muero sin que me acompañe el duelo de mis amigos, de por qué
leyes voy a un túmulo de piedras que me encierre, tumba hasta hoy nunca vista.
Ay de mí,
mísera, que muerta, no podrá ni vivir entre los muertos, ni entre los vivos,
pues, ni entre los muertos.
Ay ceguera
del lecho de mi madre, matrimonio de mi madre desgraciada con mi padre que ella
misma había parido! De tales padres yo, infortunada he nacido. Y ahora voy
maldecida, sin casar, a compartir en otros sitios mí morada. ¡Ay hermano, que desgraciadas bodas
obtuviste: tu muerto, mi vida arruinaste hasta la muerte!
¡Ay tumba!,
¡Ay lecho nupcial! ¡Eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme!
Hacia ti van mis pasos para encontrar a todos los míos, a quienes Perséfone ya
ha recibido entre las sombras! ¡Desciendo la última y la más desgraciada, antes
de haber vivido la parte de vida que me había sido asignada! Allí al menos iré
nutriendo la certera esperanza de que mi llegada será grata a mi padre (mi
querido padre); grata a ti, madre mía, y grata a ti también, hermano amado. Mis
propias manos, después de vuestra muerte, os han lavado, os han vestido y han
derramado sobre vosotros las libaciones funerarias; y hoy, Polinice, por haber
sepultado tus restos, ¡he aquí mi recompensa! No he hecho, más que rendirte los
honores que te debía. (Es verdad que si hubiese sido madre con hijos por
quienes mirar, si mi esposo hubiese estado consumiéndose por la muerte, nunca
me hubiera impuesto tal tarea en contra del pensar de los ciudadanos. Pero ¿qué
razón justifica lo que acabo de decir? Después de la muerte de un esposo otro
habría podido tener; y por el hijo que hubiese perdido otro habría podido nacer otro. Pero puesto que tengo a mi
padre y a mi madre ya en el hades los dos, no hay hermano que pueda haber
nacido. Por esta razón, ¡oh hermano mío!, te honro a ti más que a nadie, aunque
a los ojos de Creonte haya cometido un crimen y realizado una acción inaudita.
Y ahora, con las manos atadas, me arrastran al suplicio sin haber conocido el
himeneo, sin haber gustado de las felicidades del matrimonio, sin hijos que
criar. Abandonada de mis amigos, ¡desgraciada!, viva voy a la tumba de los muertos. ¿Qué ley divina he
podido transgredir? ¿De qué me sirve, infortunada, elevar todavía mi mirada
hacia los dioses? ¿Qué ayuda puedo invocar, ya que el premio de mi piedad es
ser tratada como una impía? Si la suerte que me aflige es justa a los ojos de
los dioses, acepto sin quejarme el crimen y la pena; pero si los que me juzgan
lo hacen injustamente, ojalá tengan ellos que soportar más males que los que me
hacen sufrir inicuamente.